Comentario
CAPÍTULO V
Su gobierno político y económico
En cada pueblo hay un Corregidor, dos Alcaldes mayores, de primero y segundo voto, Teniente de Corregidor, Alférez Real, cuatro Regidores, Alguacil mayor, Alcalde de la Hermandad, Procurador y Escribano, que componen su Cabildo o Ayuntamiento: aunque el Teniente de Corregidor no es propiamente de él. Hay Cédulas Reales que prohiben al español, mulato, negro, mestizo, a todo el que no es indio, tener domicilio en el pueblo de indios, y esto para toda la América; y cuando es menester pasar por algún pueblo, mandan que no estén más que tres días en él, y que no anden por las casas de los indios: "para que no inquieten a las indias". Esta razón añade. Son los indios de genio humilde, pueril y apocado. Se reconocen por inferiores a todas las demás castas, y se dejan avasallar por cualquier maligno: de que hay mucha cosecha en aquel Nuevo Mundo, tan apartado de sus cabezas eclesiástica y real; y por eso puso la real providencia esas precauciones. Ojalá se cumplieran. Ahora por el orden real se pusieron administradores españoles de la hacienda de los indios, como ya dije, con sus mujeres y familias. En lo antiguo, apartaron los españoles y demás castas de los indios, porque los destruían, como lo insinué algo en los de los encomenderos. Ahora los vuelven a poner: Dios les dé luz y acierto para su santo servicio.
El modo de nombrar su Cabildo es éste. El primer día del año se juntan los Cabildantes para conferenciar en la elección. Escriben los electos en un papel: tráenselo al Cura para tomar su parecer, porque hay ley para toda la América que se haga el Cabildo con dirección del Párroco. El Cura quita y pone según le parece más conveniente para el bien del pueblo (pues ni tiene parientes, ni cosa en que pueda prender la pasión), o los deja como están. Pregunta a los electores qué les parece de su dictamen, y comúnmente todos convienen en lo que el Cura dice. Va este papel al Gobernador, y lo aprueba y firma. Como no tiene conocimiento particular de los indios, y sabe que todo se hace con dirección del Cura, nunca muda cosa, por vía de buen gobierno. Sólo en tal cual ocasión, cuando ha tenido noticia que en alguna función militar o política, alguno se ha portado con especial servicio, le suele dar algún oficio perpetuo. La Cédula de Felipe V del año de 1743 dice, que el Alcalde de Corte y Juez N. Agüero, que por los años de 1735 y 36 estuvo por aquellas partes, y que afirma se informó de diez personas las más calificadas, de lo que pasaba en los pueblos, dice que el Cabildo de los indios se hace sobre consulta del Cura, y que le parece muy bien esta práctica: porque el Cura los conoce mejor, mira al bien del pueblo, y el Rey se conforma con este dictamen de su ministro.
Hecho ya esto, se junta todo el pueblo delante del pórtico de la Iglesia antes de Misa. En él ponen los sacristanes una silla ordinaria para el Cura, una gran mesa al lado, donde se pone el bastón del Corregidor, las varas de los Alcaldes y todas las demás insignias de los Cabildantes, y también ponen el compás del maestro de música, que es una banderilla de seda, las llaves de la puerta de la Iglesia, que pertenecen al sacristán, las de los almacenes, que tocan al mayordomo, y otras insignias de oficios económicos: y con ellas los bastones y banderas, y demás insignias de los oficiales de guerra: que todos éstos los ponen también los Cabildantes en su papel, y se confirman o mudan como los del Cabildo, aunque sin confirmación del Gobernador. Y delante de todo se ponen a un lado y a otro los bancos del Cabildo vacíos, para irse sentando los nuevos Cabildantes, cabos militares, etc., según se fueren nombrando.
Dispuesto ya todo, sale el Cura con su Compañero o Compañeros (que en algunos pueblos son tres, y aun cuatro Padres, aunque lo ordinario es dos), y desde su silla, tomando por texto el Evangelio de aquel día, enderezándolo a la función presente, va explicando las obligaciones del Corregidor, Alcalde y demás oficiales: el gran mérito que tendrán delante de Dios en cumplirlas, los bienes espirituales y temporales que se seguirán al pueblo: los grandes males que acarrea el no cumplirlas, y los grandes castigos que tendrán de Dios en no cumplirlas, etc. Acabada esta exhortación, nombra el Corregidor, y luego los músicos con sus chirimías y clarines celebran la elección con una corta tocata, pero alegre. Nombra los Alcaldes, y hacen lo mismo los músicos: y los nombrados, haciendo una genuflexión al SSmo. Sacramento con gran reverencia, van tomando de la mano del Cura sus insignias: y con ellas se van sentando en los bancos de Cabildo. En sus elecciones no hay pendencias, ni bullas, ni disputas. En el oficio que se les da alto o bajo, nunca muestran repugnancia: todo se hace con gran paz. ¿Quién creyera esto de gente que en su gentilismo era tan sangrienta y fiera? Acabados de nombrar todos los del Cabildo, nombra los que pertenecen a la Iglesia: sacristán, maestro de Capilla, etc. y otros jefes de otros oficios políticos y económicos: y últimamente los de la milicia. Y después entra la Misa con toda la solemnidad.
Además de los oficios de Cabildo, hay otros muchos para el buen orden del pueblo, a quienes se da la vara de Alcalde: cuya insignia usan los días de fiesta, y los demás cuando vienen a la Iglesia, y en otras funciones públicas. Los tejedores tienen su Alcalde, que vela sobre su oficio, y da cuenta al Cura de su proceder. Otro los herreros, y carpinteros y demás oficios de monta y más necesarios. Las mujeres tienen también sus Alcaldes, viejos y los más ejemplares y devotos, que cuidan de todas sus faenas, y avisan de todos sus desórdenes. Asimismo tienen otro los muchachos, que de siete años arriba se les obliga vayan juntos a la Doctrina, rezo y demás funciones de su bien espiritual: y a trabajar en las sementeras y otros menesteres del común del pueblo: para que desde niños aprendan lo que es necesario para su manutención en adelante. Exhortan las Reales Cédulas a que no se les deje estar ociosos, por ser mucha su natural desidia y flojedad, aun para lo muy necesario. Hasta las muchachas de siete años hasta casarse (que suele ser a los 15 años) tienen sus ayas de años, que sirven de Alcaldes; y van con ellas a las funciones de la Iglesia y faenas temporales del pueblo, en cuanto sufre su edad y su sexo: y siempre van juntas, como los muchachos, aunque nunca con ellos, sino apartadas.
Para mayor concierto, está dividido el pueblo en varias parcialidades con sus nombres: la de Santa María, S. Josef, S. Ignacio, etc., hasta ocho o diez, según el pueblo mayor o menor: y cada una tiene cuatro o seis cacicazgos, de que es jefe o mayoral algún Cabildante. Los caciques son nobles declarados por el Rey, y tienen Don. Cada uno tiene treinta, cuarenta o más vasallos, que suelen ir con él a las faenas públicas, presentándole obediencia y respeto: y le ayudan a hacer su casa, sementeras, etc.; pero no tiene el vasallaje de tributo y servicio que se suele tener en la Europa al señor de vasallos. Ni por ser nobles se eximen de trabajar, como sucedía con los hebreos del tiempo de Saúl y David, y en otras naciones cultas: antes bien, entre estos indios, el tener oficio de trabajo, como carpintero, estatuario, pintor, etc., es nobleza. Ni los de estos oficios, nobles y plebeyos, desde el Corregidor hasta el último, dejan de cultivar sus tierras en el tiempo de su labranza y cosecha, que es allí desde junio hasta diciembre. Cuando van a hacer yerba del Paraguay, o a conducir alguna carretería del trajín del pueblo, o traer maderas del monte para fabricar, etc., va una parcialidad de éstas con su mayoral.
Hay todo género de oficios mecánicos necesarios en una población de buena cultura. Herreros, carpinteros, tejedores, estatuarios, pintores, doradores, rosarieros, torneros, plateros, materos, o que hacen mates, que es la vasija en que se toma la yerba del Paraguay llamada mate; y hasta campaneros y organeros hay en algunos pueblos. Sastres lo son todos los indios para sí. Y para los ornamentos de la Iglesia, vestidos de gala de Cabildantes, y cabos militares, lo son los sacristanes. Y para el calzado de éstos, hay sus zapateros. Para sí poca sastrería necesitan: porque como es tierra cálida, y sólo en los meses de junio y julio hace algún frío, usan poca ropa, y nada ajustada. No usan más que camisa, jubón de color o blanco de algodón, calzoncillos y calzones, y un poncho, en invierno de lana, y en verano, que lo es casi todo el año, de algodón. Poncho es una pieza como una sobremesa, de dos varas y media de largo y dos de ancho, con una abertura en el medio para meter por ella la cabeza; y éste les sirve de capa. Y es tan usual allí, y aun en Chile y Perú, y aun entre españoles, que no se desdeñan de ella aun los más ricos, y algunos la tienen con tanta bordadura y adorno, que vale un poncho 300 y 400 pesos. Los indios, como pobres, lo usan llano. Para la cabeza usan comúnmente algún gorro, y los que más pueden, sombrero o montera. No usan medias ni zapatos, como sucede en el reino de Tunquín junto a la China, siendo en lo demás gente de mucha cultura. Algunos pocos usan medias o calcetas, y las suelen traer caídas o sin atar. Pero zapatos, por más que les exhortemos a ello, especialmente cuando andan en las faenas del monte entre espinas, no hay modo de reducirse a ello. Sólo en sus festividades y funciones públicas, cuando están de gala, los usan para la gala los principales.
Para su mantenimiento, a cada uno se le señala una porción de tierra para sembrar maíz, mandioca, batatas, legumbres (que es lo ordinario que siembran), y lo que quisieren. Mandioca es un género de raíces como zanahorias, pero mejor que ellas: que comen, ya asadas, ya crudas; y de ellas secas y molidas hacen también pan. No son aficionados al trigo. Son pocos los que lo siembran; y se lo comen o cocido, o moliéndolo y haciendo tortitas sin levadura, que tuestan en unos platos, como hacen con el maíz. Algunos saben hacer muy buen pan, por haber sido panaderos en casa de los Padres, donde se hace pan para ellos y para los enfermos dos o tres veces a la semana, y suelen mudarse, entrando dos de nuevo para este oficio; y así hay varios fuera. Con todo eso, nunca hacen pan de trigo, sino tal cual en alguna principal fiesta. Es una filosofía para el indio moler el trigo, masarlo, echarle sal y levadura, esperar a que fermente, y se levante, arroparlo, y cocerlo. No hace eso sino obligado.
Alguno que otro suele plantar caña dulce y algunos árboles frutales; pero son raros. Para estas labranzas se le señalan seis meses, en que aran, siembran, escardillan y cogen su cosecha. Con cuatro semanas efectivas que trabajen, tienen bastante para lograr el sustento para todo el año, como sucede con los más capaces y trabajadores, porque la tierra es fértil; pero generalmente es tanta la desidia del indio, que, atenta ella, es menester todo este tiempo. Y con todo eso, el mayor trabajo que tienen los Curas es hacerles que siembren y labren lo necesario para todo el año para su familia; y es menester con muchos usar de castigo para que lo hagan, siendo para sólo su bien, y no para el común del pueblo. Procuran los Curas visitar con frecuencia sus sementeras, y envían indios fieles que les den cuenta de ellas. Algunos Curas hacen medir con un cordel lo que les parece suficiente para el sustento anual de su casa; y les imponen pena de tantos azotes, si no lo labran todo: porque el indio es muy amigo de poquitos por sus cortos espíritus, y su vista intelectual no alcanza hasta el fin del año, ni le hacen fuerza las razones, ni la experiencia de la hambre que sintió el año antecedente por haber sembrado poco. Otros Padres les hacen labrar y escardillar la tierra por junto, todos los de un cacique o de una parcialidad juntos; hoy tantas sementeras y mañana otras tantas, con una espía como censor o contador, que les haga hacer su deber, además de los caciques, y mayorales: que los cuente, y dé razón de todo al Cura; y con todo este cuidado no se suele conseguir que cojan lo necesario.
Lo que cuesta más es hacer que cada uno tenga su algodonar para vestirse. Es el algodón una planta que crece hasta dos varas de alto: y da por fruto unas perillas del tamaño de una nuez con su cáscara, que llegando a su madurez, se abre, y descubre el algodón en capullos con sus semillas, que son del tamaño de un grano de pimienta. Siémbrase arando la tierra, y haciendo surcos de dos varas en ancho y echando en ellos tres o cuatro semillas a distancia de dos varas o dos y media; y cubriéndolas de tierra sin hacer hoyos. El primer año no da algodón: el segundo da algo: el tercero da con fuerza: y de ahí en adelante. Duran estas plantas 30 y 40 años como la viña, y se podan cada año y separan, reemplazando las plantas que el arado destruyó, o los soles y tempestades secaron. En tierras cálidas con exceso como es el Paraguay, y otras, al primer año da sus frutos, y lo arrancan y lo vuelven a sembrar como el maíz. Dase bien en estos pueblos el lino: pero el arrancarlo, quitarle la semilla, ponerlo en remojo, secarlo al sol, macerarlo, peinarlo con el peine de fierro, apartar la estopa, etc., es ciencia tan alta y espaciosa, que excede mucho a la esfera del indio, más que hacer pan de trigo. Ya lo hemos probado muchas veces: y sólo teniendo al lado al indio, y estando siempre con él, y haciendo juntamente con él la maniobra, se consigue algo; pero para esto no hay tiempo. El algodón no le cuesta más a la india, que traerlo de la mata a la rueca, cosa propia para la poquedad del indio.
No basta el hacerles labrar algodonal y la demás sementera. Es menester también hacérselo coger. El algodón no madura todo de una vez. Cada día van reventando con el sol varias perillas, y así prosigue por tres meses. Es menester cogerlo cada día; si no, cae al suelo, se entrevera con la espesura, o los aguaceros, que son frecuentes, lo mezclan con la tierra y barro; y se pierde. La india coge lo que necesita para hilar lo presente, y a veces algo para adelante: pero no recoge para todo lo que necesita en el discurso del año, y lo deja perder. Viendo esto algunos Curas, envían la turba de las muchachas con sus Ayas o Mayoralas a coger lo que su dueño no coge: y lo ponen en el conjunto del común del pueblo. Con el maíz, que es su encanto, pues lo estiman mucho más que el trigo, y hacen de él sus tortas, y lo usan ya tierno, ya duro, asado, o cocido, y entra en todos los guisados, sucede también que si tiene buena cosecha, deja perder mucho sin cogerlo. Guardar para el año siguiente, no hay que pensarlo. Otras veces, por no guardarlo de los loros, pierde lo más. Los loros de todas especies, chicos y grandes, colorados, azules, amarillos, y de mezcla muy vistosa de estos colores, son muchos con exceso en grandes bandadas, y hacen mucho más daño a los maizales, que los gorriones en España a los trigales.
Ni basta el hacerle coger toda su cosecha. Lo más que cogerá un indio ordinario es tres o cuatro fanegas de maíz. Bien pudiera coger veinte si quisiera. Si esto lo tiene en su casa, desperdicia mucho, y lo gasta luego, ya comiendo sin regla, ya dándole de balde, ya vendiéndolo por una bagatela, lo que vale diez por lo que vale uno. Por esto se le obliga a traerlo a los graneros comunes, cada saco con su nombre: y se le deja uno solo en su casa, y se le va dando conforme se le va acabando. Toda esta diligencia es necesaria para su desidia. Estas cosas con otras de economía temporal cuestan mucho más a los Padres que los ministerios espirituales. Se pone mucho cuidado en ellas, porque cuando lo temporal y necesario al sustento va bien, todo lo espiritual va con mucho aumento y fervor, asistiendo con grande puntualidad y alegría a todas las funciones de iglesia, y frecuencia de sacramentos: y celebrando con grande esplendor y devoción todo lo que toca al culto divino. Si hay hambre u otro trabajo, no acude el indio a Dios y los Santos, como hace la gente de cultura y de entendimiento, con devociones, y novenas, etc.; sino que se huye a buscar qué comer por los montes, o a matar vacas y ternera a los pastores, o dehesas del común del pueblo, que llaman estancias (a las terneras tienen excesiva afición), y destruyen con eso el pueblo. Esto no es por no estar bien arraigados en la fe, pues lo están tanto, que aun los que se huyen a los infieles (que entre tanta multitud no falta quien lo haga aunque son muy pocos), nunca pierden la fe, aunque envejezcan entre ellos; sino por su capacidad de niños. Lo mismo sucedía con nosotros cuando niños, que no hacíamos votos, ni novenas, ni acudíamos por el remedio de nuestras necesidades a la iglesia, si nuestros padres o madres no nos llevaban. Y en estas ocasiones se están los pobres huidos por muchos meses (y algunos por años), sin misa, sermones, ni sacramentos: y algunos mueren en las garras de los tigres (de que hay muchos y muy feroces y sangrientos como los leones de la África), o de enfermedades y miserias, sin auxilio alguno espiritual.
Para remediar tan grande desidia, están entabladas sementeras comunes de maíz, legumbres y algodón: y estancias de ganado mayor y menor. A las sementeras van en los seis meses de su tiempo los lunes y sábados, excepto los tejedores, herreros, y demás oficiales mecánicos, que no van a las faenas de comunidad en todo el año: y se remudan para la labor de sus tierras, una semana a ella, otra a su oficio. Todos sus oficios los ejercen no afuera en sus casas, que nada harían de provecho, sino en los patios, que para ello hay en casa de los Padres; y es tanta su sinceridad, que todos estos oficios los hacen sin paga, aunque de los bienes comunes se remunera más a éstos por trabajar más, que a los demás. Los visita el Padre con frecuencia para que hagan bien su oficio. Pónese en cada oficio el que al Cura le parece más a propósito para él, y no repugnan a ello; antes algunos los pretenden, porque como ya se dijo, se tiene por nobleza el tener algún oficio. Sólo el ser tamborilero o flautero no se dan. Se mete a ello el que tiene afición, y hay pueblo que tiene diez, doce o veinte. Y los flauteros siempre tocan dos, uno por tercera arriba, otra por tercera abajo, con un tamboril o tambor en medio; y con sus débiles flautas, que son de caña ordinaria, tocan fugas, arias, minuetes, y cuantas cosas oyen a los músicos: y gustan mucho de este vil instrumento; de manera que no hay viaje por río con embarcaciones, por tierra con carreterías, ni ocasión en que vaya alguna tropilla de gente o alguna parcialidad a alguna función o faena, en que no lleven uno o dos tamborileros con sus flauteros: y algunos son caciques, que no se desdeñan de eso con todo su DON. No siente el indio honra ni punto por su cortedad, como sucedía con nosotros cuando muchachos.
Estos bienes comunes sirven para dar que sembrar al que no tiene, por habérselo comido o perdido; para el sustento de la casa de las recogidas, de que se habló algo en el cap. 4, n.º 3; para avío y provisión de los viajes en pro del pueblo; para dar de comer a los muchachos y muchachas cuando van a las sementeras comunes, u otras faenas; para los caminantes para agasajarlos, y a los huéspedes, que a todos, sea español, mulato, mestizo, negro o indio, esclavo o libre, se le hospeda y da de comer, y aun se le pasa en embarcaciones por los ríos grandes, que no tienen puente, con toda libertad, de balde, GRATIS ET AMORE, sin pedirle nada, sino que él liberalmente quiere dar algo a algún indio; pero el indio nada pide: y finalmente se emplean estos bienes en socorrer todo enfermo, viejo y necesitado; y como están a cuenta del Padre, que los visita con frecuencia, y no se expenden sino por su orden, suelen durar de un año para otro y más.
Los algodonales comunes sirven para vestir a todos los muchachos de uno u otro sexo: que si el Padre no los viste, los más andarían del todo desnudos, por la incuria de sus padres naturales; y son tantos en pueblos tan numerosos, que cuidando yo del pueblo de Yapeyú, que es el mayor, el año de 55, serían tres mil. El pueblo tenía entonces 1600 y tantas familias. Dase también del lienzo que del algodón se hace a los que van a hacer yerba del Paraguay, a las viudas, y recogidas, viejos e impedidos; y por premios en las fiestas y funciones militares y políticas a los que mejor se portan. Y se guarda una gruesa porción para enviar a vender a Buenos Aires y a Santa Fe del Paraná, y comprar con ello lo necesario de fierro, paños, herramientas, etc., para el pueblo, y sedas y adorno para las iglesias. Hácese lienzo blanco de varias calidades, delgado, grueso, de cordoncillo, torcido y de varios colores de listados.
El modo que en eso se tiene es éste. A cada india se le da media libra de algodón el sábado para que traiga el miércoles la tercera parte en hilo; porque de las tres partes las dos pesa la semilla. El miércoles se le da otra media libra para que lo traiga el sábado. Vienen todas al corredor externo de la casa del Padre, y allí sus viejos Alcaldes pesan el ovillo de cada una y le ponen un pedacito de caña con el nombre de la india, para lo que se dirá. Y van poniendo en el suelo los ovillos en hilera de diez en diez, hasta hacer un cuadro igual de ciento: y más allá otro ciento: hasta concluir con todos; y luego pesan el conjunto. Si algún ovillo no vino igual, se lo vuelven hasta que complete la tercera parte: si viene el hilo muy grueso, o muy mal hilado, dan alguna penitencia a la india. Después vienen con la cuenta de todo escrita al Padre, que lo hace almacenar al mayordomo de casa. No asisten los Padres a estas funciones de mujeres, porque es mucho el recato que se guarda con ese sexo. Los tejedores son muchos. En Yapeyú tenía yo 38 ordinarios. Los ochos eran de listados. Se les da cuatro arrobas de hilo: y traen de ello una pieza de 200 varas, de vara o cerca, de ancho: y se les da 6 varas por su trabajo: porque aunque es para el común del pueblo, y de él se da al mismo tejedor por premio en otras funciones cuando entra en ellas, y a sus hijos de vestir con el conjunto de los demás muchachos; no obstante, por ser cosa de mayor trabajo que lo ordinario de los demás, está ordenado que se les dé este alivio.
Cuando va urdiendo el tejedor, tiene los ovillos con aquella cañita del nombre de la india; y cuando al medio del ovillo encuentra con tierra, trapos u otro engaño que puso la hilandera para sisar del hilo, o hilar poco, viene luego con ello al mayordomo, y éste al Padre, para dar alguna represión o penitencia a la india. Estas trampas las suelen hacer las recién casadas (que hasta casarse no se les da tarea), que ignoran para qué es aquella cañita con su nombre. En sabiéndolo, se enmiendan, y es cosa de tan poco trabajo, que en cuatro ó cinco horas se hace, el hilar media libra de algodón. La pieza se le pesa al tejedor, para ver si viene bien con lo que se le dio de hilo. Todo se hace por medio de los mayordomos, que se escogen de los más capaces: y vela sobre ellos el Padre. De los algodonales particulares, que se les hace labrar para su familia, hila la india lo que quiere según su mayor o menor cuidado, y lo trae a casa del Padre; y por medio del mayordomo [va] a otros tejedores, que además de los del común del pueblo hay para los particulares; y de lo que trae suelen salir ocho o diez varas de lienzo: no tienen los cortos espíritus de la india ni de su marido valor para más. Y al tejedor le da en premio alguna torta de maíz, o mandioca, o algún dijecillo, o nada: que aunque nada le den, hace su deber, y no son interesados: y más siendo puestos por el Padre. Todo este concierto en esto y en todas las demás cosas, es instituido por los Padres: que el indio de su cosecha no pone orden, economía ni concierto alguno. El Padre es el alma de todo: y hace en el pueblo lo que el alma en el cuerpo. Si descuida algo en velar, todo va de capa caída. Dios nuestro Señor, por su altísima providencia, dio a estos pobrecitos indios un respeto y obediencia muy especial para con los Padres; de otra manera era imposible gobernarlos: por ella pueden escoger los más a propósito para oficios y para sobrestantes, que entre tanta multitud se encuentran algunos, para por medio de ellos dirigirlos en su bien, velando sobre los mismos sobrestantes.
Los otros bienes comunes y más principales son el ganado mayor y menor. Los indios no tienen en particular vacas, ni bueyes, ni caballos, ni ovejas, ni mulas: sino gallinas, porque no son capaces de más. Hemos hecho en todos tiempos muchas pruebas para ver si les podemos hacer tener y guardar algo de ganado mayor y menor y alguna cabalgadura, y no lo hemos podido conseguir. En teniendo un caballo, luego lo llena de mataduras: no le da de comer, ni aun lo deja ir a buscarlo: y luego se le muere. El burro es más propio para su genio; pero lo suele tener tres y cuatro días atado al pilar del corredor de su casa, sin comer ni beber, sin echarlo al campo, por no tener el trabajo de ir a cogerlo allá: y luego se le acaba. Les damos un par de vacas lecheras con sus terneras, para que las ordeñen y tengan leche: y por el corto trabajo de ordeñarlas, no las ordeñan: las dejan andar perdidas por los campos y sembrados, o matan las terneras y se las comen. Lo mismo sucede con los bueyes, que los pierden o matan y comen. Sólo en tal cual de los más principales y capaces podemos lograr que tengan alguna mula o bueyes, y que lo conserve. Todo esto está de común.
Para esto tiene cada pueblo sus dehesas, pastoreos o estancias de todo ganado, vacas, caballos, mulas, burros y ovejas. Y va el Cura a visitar estas estancias, y dar orden en su conservación y aumento dos veces al año, aunque disten 20 y 30 leguas del pueblo, como distan algunas, y otras más: porque del buen estado de estas estancias depende el bien o mal del pueblo en lo temporal y espiritual. Si el año es algo estéril, como el indio no siembra sino lo preciso, y con escasez; a los fines del año no hay maíz ni otra cosecha en forma, y aprieta el hambre. Si viene seca (y suele venir cada tres o cuatro años), apenas hay que comer para seis meses: con que es menester acudir a las vacas. Seis o ocho pueblos hay que tienen las suficientes para poder dar a cada familia cuatro o cinco libras de carne todos los días sin disminución en su estancia. Y así lo hacen. Los demás no tienen sino para dar ración dos, tres y cuatro días a la semana: y guardan con gran cuidado lo que hay, para dar cada día en tiempo de hambre o de epidemia, que suele picar varias veces.
La distribución de la carne es de esta manera. Después del Rosario (que suele ser como una hora antes de ponerse el sol), se hace señal con el tambor. Vienen las mujeres, una de cada familia. Cogen los Secretarios (que así llaman a los que cuentan la gente y leen las listas) sus libros: van llamando a todas por sus cacicazgos y parcialidades: y otros les dan la ración. Para prevenir éstas, traen las reses por la mañana al patio y oficinas de casa de los Padres. Allí las matan y hacen las raciones, y ajustan los Secretarios la cuenta de ellas. Todas llevan por igual, excepto las de los Cabildantes, y otros principales, que se les da doblado.
Para arar, llevar carros, traer maderas del monte, etc., se les dan toros de cuatro o cinco años para que los domen antes. Cogen el toro con un lazo, en que son diestros. Átanlo a algún horcón o árbol. Tiénenlo allí ayunando dos o tres días, y ya debilitado con el ayuno, le atan pesados ramos para que los arrastre. Así con la docilidad, cansancio y ayuno los amansan: y luego los usan. Para amansar o domar un caballo, o mula, no hacen más que enlazarlo con uno o dos lazos, con que le hacen caer en el suelo sin poder levantar. Allí caído le ponen la silla con sus estribos. Monta en él el domador con sus espuelas. Suéltale las ataduras para que se levante. Corcovea y brinca el caballo, y a veces se echa en el suelo: y el jinete está en él como clavado sin caer. Es grande la destreza que en esto tienen. Al echarse o tirarse el caballo al suelo, ensancha el indio las piernas, para que no le coja alguna, y si a espuelazos no se quiere levantar, se apea: y con algún látigo o vara hace que se ponga en pie: y luego vuelve a montar. Así en tres o cuatro días doma un caballo feroz. En estas y otras cosas mecánicas, se adelantan lo que se atrasan en las intelectuales.
Cuando es tiempo de arar, traen al corral (que los hay grandes al lado del pueblo) 600 u 800 bueyes, que así llaman a los toros ya amansados, castrados o enteros, y vienen a cogerlos los que han de ir a arar. Pónense a la puerta los Secretarios con su papel, apuntando todos los que sacan bueyes y van con ellos a sus sementeras. A la tarde vuelven los Secretarios y van apuntando todos los que los vuelven, para ver si alguno los perdió, mató o comió: que lo suelen hacer algunas veces (y si no hubiera esta diligencia, lo hicieran cada día), y dan luego razón al Padre si están bien los bueyes. Al día siguiente traen otros tantos, no los mismos, porque estos descansan, porque el día que los lleva el indio, no les da de comer ni beber por su grande incuria, y no tener compasión alguna con el animal, ni discurso para su conservación. Estando yo cuidando un pequeño pueblo de indios, que poco había se habían hecho cristianos, tenían 800 bueyes en la estancia. Hacía traer sólo 400 a las cercanías del pueblo: éstos los tenía pastoreando en dos campos: los 200 del uno venían un día al corral del pueblo, y allí los tomaban los indios para su labranza, con la cuenta de los Secretarios, como se ha dicho: y al día siguiente venían los otros 200. Y por ser malo el trato que les dan los indios, y por ser poco fértiles de pasto las cercanías del pueblo, pasados tres meses, los hacían volver a la estancia, y traían los otros 400. De esta manera conservaba los 800, reemplazando los que se morían: y de los 800 no podíamos tener más que 200 para cada día. De estas trazas, de esta economía nos valemos para la conservación de estos pueblos en esta y las demás materias, de que es incapaz la inadvertencia, incuria y cortedad del indio.
Con las ovejas se tiene mucho cuidado, por ser muy estimada de los indios la lana para su vestuario. Pero como es ganado tan delicado, y el indio que las guarda tan descuidado, y el Padre no puede estar en todo: no hay modo de aumentarla. Sabemos el modo de criarlas, porque tenemos libros y escritos que tratan de esto, y de todo género, de economía natural y casera: y nos aplicamos a ello por el bien de aquellos pobres. Les damos lecciones de todo lo que deben hacer. A todo dice que sí el indio, como acostumbra por su mucha humildad; pero a espaldas del Cura no hace cosa de provecho; y así enferman, se mueren y disminuyen las ovejas. No obstante, con el mucho cuidado de los Padres, en algunas partes hay abundancia, a que ayuda ser los pastos mejores; y en otras compran la lana de los que más tienen.
Trasquílanse a su tiempo. Dase a hilar la lana al modo y con el orden y circunstancias que el algodón a las hilanderas y tejedores: y al principio del invierno se reparte todo el tejido a todo el pueblo, hombres y mujeres; y el pueblo que alcanza a dar cinco varas a cada individuo, se tiene por dichoso: porque el indio siente mucho el frío, y por poco que sea, está como inhabilitado para trabajar: y no hay cosa que estime como un poco de tela de lana para abrigarse; y los Padres, por lo mucho que deseamos su alivio, nos consolamos notablemente cuando los vemos con este alivio. No se hacen telas delicadas, sino paño burdo, o cordellate, como mantas de caballo, excepto algunas piezas que se hacen de listados de varios colores para los músicos, sacristanes, Cabildantes y caciques para los ponchos. Y este paño tan burdo, si se le da a escoger al indio con una tela de tisú, es tan estimado de él, que antes escoge a el paño que al tisú: porque aquél le abriga más. No mira el indio el aseo y lucimiento, sino a la conveniencia y necesidad. El frío de aquellas partes es poco: pocas veces llega a helar el agua y éso en tal cual invierno, y con hielo muy delgado: y no dura más que dos o tres meses, junio, julio, y parte de agosto (por estar aquellas partes en el hemisferio opuesto al nuestro), y no es todos los días: pues en esos tres meses, por estar en mayor cercanía de sol (pues están los pueblos entre 26 grados y medio y 30, cuando España está entre 36 y medio y 44) viene muchas veces de repente calor por algunos días. Con todo eso, siente mucho el indio este poco frío, que más parece primavera de acá. Debe de ser de complexión muy fría, como es de flemático, según vemos. El calor, que es mucho, no lo siente. Cuando aprieta mucho el sol en el estío, sucede estar carpinteando al sol maderos para fábricas o cosa semejante, sin cubrir la cabeza con su gorro o sombrero aunque haya sombra cerca: y exhortándoles a que se libren del sol, metiendo los palos a la sombra, se ríen, prosiguiendo al sol. Lo más que hacen es desnudarse de medio cuerpo arriba, tostándoles el sol aquellas carnes. Y comúnmente están alegres en estas faenas, y no falta alguno en cada tropilla que tiene genio de decir chanzas: y a cada dicho ríen y carcajean con muy poca causa.
Como desde el principio conocieron los Misioneros que gente de tan poca economía no se podría mantener sin vacas; en los primeros años llevaron, aunque con grande trabajo, algunas vacas a la primera misión de Guayrá, desde el Paraguay, adonde los primeros españoles las habían traído de España, que en aquella América no las había. Destruyeron los portugueses aquellos trece pueblos, como se ha dicho, y quedaron allí perdidas las vacas. Llevaron otras a la misión del Tape: y como los mismos asolaron aquellos nueve pueblos, y se trasmigraron los habitadores, como se dijo en el cap. 3, núm. 6 y 7, y las vacas que dejaron se amontonaron e hicieron cerriles, y esparcieron por aquellos campos, que son los mejores pastos, por espacio de más de cien leguas entre el río Uruguay y el mar hasta el río de la Plata: allí multiplicaron mucho.
Fueron vencidos los portugueses, como queda dicho en el cap. 3, núm. 8; y sosegadas y limpias de enemigos aquellas tierras, iban los indios de cada pueblo a traer vacas: que cuesta no poco, cuando cerriles, que allá llaman CIMARRONAS. Van 50 ó 60 indios con cinco caballos cada uno. Ponen en un alto una pequeña manada de bueyes y vacas mansas, para ser vistas de las cerriles, y a competente distancia las rodean o acorralan treinta o cuarenta hombres para su guarda. Los demás van a traer allí las más cercanas, que vienen corriendo como cerriles; y viendo las de su especie, dándoles ancha puerta los del corral, se entreveran con ellas. Vuelven por otras: y del mismo modo las van entreverando, hasta que no hay más en aquella cercanía. Júntanse todos los jinetes, y yendo uno o dos delante por guías, cerrando los demás todo lo que cogieron, van conduciéndolo adonde hay más, teniendo cuidado de no acercarse mucho: que si se acercan, y las estrechan, suelen romper por la rueda y esparramarse. En el segundo paraje, hacen lo propio. Llegada la noche, rodean su ganado, y hacen fuego por todas partes, y de este modo en medio de la campaña está quieto. Si no hacen fuego, rompen y se van por medio de los jinetes. De este modo, 50 indios, en dos meses o tres, suelen coger y traer a su pueblo de distancia de cien leguas, cinco mil o seis mil vacas. De los caballos mueren algunos, ya a cornadas de los toros, que arremeten a cornadas a caballo y jinete: ya del mucho cansancio, y mal trato que les da el indio. Los demás quedan tales, que no pueden servir en todo el año: y se ponen en lozanos pastos a convalecer y engordar. Todo eso cuesta esta faena. Mientras duraron estas vacas, que llamaban la VAQUERÍA DEL MAR, por estar a sus orillas, estaban los indios muy bien asistidos, sin que necesitasen dehesas de ganado manso. Todo el cuidado estaba en tener muchos caballos para ir a la vaquería: y ésta era la dehesa y estancia de los treinta pueblos, y aunque por los malos tiempos se perdiesen las cosechas, aquí hallaban refugio para todo: porque el indio es muy aficionado a la carne, y más de vaca: y en teniendo ésta, ya lo tiene todo.
Así perseveraron los indios con abundancia más de 50 años: hasta que, hacia los años 1720, un español benemérito de las Misiones, pidió licencia para ir a vaquear para sí a esta vaquería del mar. Llaman VAQUEAR a este modo de coger vacas. Es de advertir que de las vacas que se llevaron de España a Buenos Aires, en espacio de 80 o más años, se llenaron de ellas sus campos (que toda es tierra llana, como la tierra de Campos, de Valladolid, etc.: y esto por más de cien leguas: y son de bellos pastos). Y los campos que hay entre el río Paraná y Uruguay enfrente de Santa Fe por cien leguas en largo y 500 en ancho, estaban también llenos de vacas, todas sin dueños. Cogían de ellas los españoles, no sólo para comer, sino mucho más para lograr sus cueros y grasas y sebo. En comer, como eran pocos, gastaban poco. Para los cueros, y también para las lenguas, de que tenían mucho comercio con un asiento de ingleses, que por tratados con los Reyes había, y comerciaba en Buenos Aires, mataban sin medida, dejaban perder las carnes, de suerte que cuando este español pidió licencia, ya no había vacas cerriles en las jurisdicciones de dichas ciudades: todas las acabó la codicia. Sólo había algunas mansas en las tierras y estancias de particulares.
Pidió licencia este español, porque sabía que no eran vacas comunes sino originarias de las que en su transmigración dejaron los indios, y multiplicadas en tierras no de particulares, sino en que se habían criado los indios en su gentilismo, que A NATURA eran suyas: y mandan las leyes Reales que no se quiten a los indios que se convierten. Diosele licencia, y cogió como treinta mil: que para las muchas que había en tan largos espacios, no era cosa sensible: pues los indios de los treinta pueblos en un años solían traer cerca de cien mil: y con todo eso, no se disminuían, antes iban en aumento. Pidió después licencia otro español, y se le negó: juzgando que, si se concedía a muchos, harían lo que hicieron con las vacas de sus tierras.
Formó con esto queja la ciudad de Buenos Aires. Siguiose el pleito: y sentenció el Gobernador que podía entrar quien quisiese a vaquear. Entraron de tropel con muchas carretas por varias partes, sin orden ni concierto. Mataban vacas sin número. Enviaban los cueros, lenguas, sebo y grasa a los ingleses de Buenos Aires, cargando de ellos las carretas: y mientras unas volvían, otras se estaban en la faena para cargar segunda vez. Y de este modo, en sólo diez años, acabaron, no sólo con millares, sino millones de vacas, asolando del todo la vaquería del mar de los indios, como habían asolado las suyas de Santa Fe y Buenos Aires.
Luego que el Gobernador dio franca licencia, presumiendo los Padres lo que había de suceder, que dentro de algunos años, no habría vacas; y viendo que los indios no podían subsistir sin aquel socorro: como tan celosos del bien de estas pobres criaturas, procuraron hacer luego, antes que se acabasen las del mar, otra vaquería común, a que no pudieran alegar derecho, ni en cuanto a las tierras, ni en cuanto a las vacas. Para lo cual, buscaron una campaña hacia el oriente, distante cerca de 80 leguas de los pueblos, y espaciosa por 60 o más leguas, que no pertenecía a ningún particular, sino a sus abuelos cuando eran infieles: y de las vacas que algunos pueblos tenían mansas, o aquerenciadas en sus estancias, (porque viendo que los españoles entraban en la vaquería del mar, se habían dado a coger cuanto antes de ella lo que pudiesen, y formar estancias en las cercanías de los pueblos), sacaron hasta ochenta mil: y haciendo camino primero por un bosque espeso de tres leguas, y después por otro de cinco, metieron por aquella puerta las ochenta mil, y las dejaron cerradas por todas partes, para que multiplicasen, esparcidas por todo aquel espacio, que por todas partes estaba cercado de sierras y de muy dilatados bosques y muy espesos: y después ir allá todos los pueblos a vaquear, como iban a la vaquería del mar: porque de solas las estancias de los pueblos, aunque todos las tuviesen, juzgaban que por la incuria del indio en cuidar el ganado, no se podrían mantener sin que hubiese estancia o vaquería común, de que se cebasen y supliesen las particulares. Esta segunda vaquería se llamó DE LOS PINARES, por los muchos pinos que en ella había. Sintieron los portugueses hacia cuyas tierras caía, lo que había: y luego abrieron camino, aunque con mucho trabajo, por aquellos espesos bosques y sierras, para meter caballos por ellos: y en poco tiempo acabaron con todas esas vacas, ajenas y en tierra ajena, matándolas por la misma codicia de los cueros para llevarlos a Europa, y del sebo, grasa y lenguas.
A este tiempo llegué yo a las Misiones, que fue el año de 31. Consultamos el modo de tener vaquería común, de manera que ni los españoles pudiesen alegar derecho a ella; ni ellos, ni los portugueses la pudiesen destruir, sin ser sentidos y defendida. Determinose que la estancia del pueblo de Yapeyú, que empieza a una legua del pueblo, y se dilata hasta cincuenta leguas de largo y treinta de ancho, y estaba llena de vacas, no mansas; sino cerriles y alzadas, o cimarronas, pero propias del pueblo, que las metió en aquellas sus tierras, sacándolas de la vaquería del mar, y guardándolas con sus indios por los confines para que no se vayan a otras tierras: Determinose, pues, que en esta grande estancia se buscase un paraje capaz de 200 mil vacas: para lo cual es menester un espacio de veinte leguas de largo y diez de ancho. Que de la estancia grande, se cogiesen hasta cuarenta mil, del modo que se cogen las cimarronas, como se ha explicado en el núm. 26, y se metiesen en esta pequeña estancia, y se amansasen bien en tres o cuatro vacadas o rodeos, como allí dicen. Que para su guarda se pusiesen los indios pastores o estancieros, como allí llaman, que fuesen de confianza y mayor cuidado. Y que para llevar esto adelante, y prevenir cualquier desorden, injusticia y destrozo en lo futuro, se pusiese allí un Padre Capellán con su decente capilla, y un hermano Coadjutor. Que se esperase hasta ocho años, en cuyo tiempo las cuarenta mil vacas, bien guardadas, podían multiplicar, según dictaba la experiencia, hasta las 200 mil.
Que desde este tiempo se empezasen a gastar, no yendo los pueblos a cogerlas, como cosa común y sin dueño, pues eran del pueblo de Yapeyú, sino vendiéndolas el pueblo a quien las quisiese comprar: poniéndolas a su costa en las cercanías del pueblo comprador. Y por cuanto eran vacas ya mansas, y hechas a vivir con sosiego, valiese cada cabeza un real de plata más que las otras cimarronas recién sacadas, cuyo precio era entonces de solos tres reales de plata cada una, fuese vaca, o toro, gorda o flaca.
Item, que en la estancia del pueblo de San Miguel, que tiene cuarenta leguas de largo, y como veinte de ancho, y donde también había muchas cimarronas propias del pueblo, y guardadas a la larga al modo de las de Yapeyú, se buscase otro paraje de las mismas circunstancias: y se metiesen en él otras cuarenta mil: y se pusiese un Padre y un hermano, y se vendiesen del mismo modo. Todo se hizo así: y quedaron socorridos los pueblos: porque de otra parte no se hallaban vacas ni aun a mayor precio. El pueblo, que como dije, es el mayor, suele gastar al año diez mil vacas en la ración ordinaria: pues matan cada día en el pueblo entre treinta y cuarenta. Estas las cogen en la estancia grande a fuerza de caballos y trabajo, como se dijo: y de esta nueva estancia vendía a los demás. Lo mismo hacía el de San Miguel. Ya veo que a cualquiera que no está enterado de las cosas de la América, se le hará imposible estancia de cincuenta leguas: gasto de diez mil vacas al año en un pueblo de mil y setecientos vecinos: precio de ellas de sólo tres reales de plata, etc. Pero es otro mundo aquél. La misma admiración nos causaba a nosotros a los principios. O pensará que las vacas son chicas como carneros: y otras cosas a este modo. Son tan grandes como las de España, o más. Ni las leguas son chicas. Se miden a razón de seis mil varas. Son de aquellas que veinte entran en un grado, con corta diferencia. Las estancias de Yapeyú y San Miguel son las mayores: las demás son de a ocho, diez, o a lo más veinte leguas de largo.
El modo de hacer las vacas de cimarronas mansas, es éste: Después de cogidas del modo dicho, se ponen en la estancia del pueblo cerrada por todas partes con arroyos, pantanos, o zanjas hechas a mano: aunque ninguna está tan cerrada, por la incuria de los indios, que no tenga muchas partes por donde salirse. Allí las dividen en tropas de a cinco mil o seis mil: y colocan cada tropa en sitio determinado algo cerrado, para que no se junten con otra tropa. Y esto llaman RODEO. Juntan este rodeo a los principios cada día para que no se esparzan, que forcejean a ello, para volverse por donde vinieron, y para que se hagan a aquel paraje: y porque este tan frecuente rodeo no les da tiempo para pacer a gusto: después de algunas semanas juntan el rodeo sólo dos veces a la semana, y las tienen en él en alguna loma algo alta dos o tres horas, rodeándolas por todas partes: y en partes las meten y hacen el rodeo en un grande corral de palos. Todos son allí de palos. No hay ninguno de piedra o pared, ni aun en las tierras de las ciudades más adelantadas. De este modo se hacen mansas y procrean más, y con facilidad las sacan sin gasto de caballos y las llevan a cualquiera parte.
Con estas dos estancias prosiguieron los pueblos, comprando de ellas, sosteniendo, conservando, y aun aumentando sus estancias particulares, hasta que vino la línea divisoria nueva, que lo acabó todo. Esta tan sonada línea en estos tiempos se originó de los excesos de los portugueses. Al principio de sus conquistas en el Brasil, teniendo algunas diferencias con los castellanos, acudieron al Papa Alejandro VI para que señalase límites. Señalolos: y después de grandes disputas, quedaron las dos Coronas en que la línea se señalase por el grado de longitud 330. Con esto el portugués quedaba con todo lo conquistado, y el español también: y les quedaba por conquistar. Este grado 330, tomado el primer meridiano del pico de Tenerife, pasa, según común sentir, por la boca del Marañón al norte del Brasil: y entra en la mar por la isla de Santa Catalina al sur. Divide el globo terráqueo en dos partes iguales: y allá por los antípodas, que corresponden al grado 150, pasa por las islas Filipinas.
En la América se fueron entrando los portugueses tierra adentro, pasando esta línea, y cultivando minas de oro muy dentro de lo que tocaba a España. De manera que por el río Marañón entraron estos últimos años más de cuatrocientas leguas, poblando una y otra banda. Quejose España de tanto exceso. No pudieron negar su adelantamiento: pero alegaron que también España poseía las islas Filipinas, que según la línea les tocaba a ellos: y lo habían disimulado tantos años: que, dejando España todo aquello sin poblar, bien podían poblarlo ellos. Finalmente, por medio de nuestra Reina, hija de su Rey, consiguieron una nueva línea, en que se les dejaba con lo adquirido por el Marañón, excepto un pequeño territorio en que caía un nuevo pueblo de indios: y con todos los territorios de minas de oro y diamantes que habían poblado hacia el Paraguay y el Perú: y ellos cedían el derecho a Filipinas, y entregaban la fortaleza de la Colonia del Sacramento enfrente de Buenos Aires a la otra parte del río de la Plata: (como se ve en el mapa) y por eso y por la cesión, se les daban los siete pueblos, que eran como treinta mil almas, habían de pasar a los dominios de España, formando nuevos pueblos, llevando consigo los ganados y bienes muebles: y dejando para los portugueses sus casas, tierras, huertas, algodonales, yerbales y todo bien inmoble: y en recompensa de esto se daría a cada pueblo cuatro mil pesos. Esta diferencia se hizo para no dar tanto indio a Portugal, con los cuales en aquellas partes nos pudiese hacer guerra en tiempo que la hubiese.
Intimose a los indios el tratado. Al principio consintieron algunos: pero apretándoles en su ejecución, resistieron todos. Instábamosles los Padres considerando el empeño de la Corte, y que, si no obedecían, había de ser peor; y mal de su grado por armas les harían obedecer, con pérdida de sus bienes muebles e inmobles, y también de muchas vidas, si resistían. Lo que perdían en este tratado era mucho más que lo que en la Corte se pensó: que no le consultó con nosotros, juzgándonos apasionados por los indios. Juzgaron que con los cuatro mil pesos se resarcían de las pérdidas de los edificios y demás bienes. Pero era tan al contrario, que había pueblo que perdía más de setecientos mil pesos.
Estando yo cuidando por orden del Gobernador y Capitán general y mis Superiores del pueblo de San Nicolás, uno de los del tratado, instando en la transmigración de los indios de él: no queriendo dejar sus tierras, vino un grueso destacamento de soldados. Salieron al opósito los indios, no pudiendo yo estorbarlo. Mataron a un capitán español: y los españoles a cuatro indios en las calles, con que huyeron los demás y se apoderaron del pueblo. Perseveré en él con el destacamento algunos meses. En este tiempo, ante mí hicieron cómputo de lo que perdía el pueblo. Hallaron 700 casas. De su valor, unos decían que cada una valía 500 pesos: otros, que 400: y el que menos, que 300. Eran todas de cimiento, y una vara en alto, de piedra: lo demás, de adobes. El techo con buenos tejados: y los corredizos y soportales con columnas de piedra, y de una piedra cada una. La suma de 700 a razón de 300 monta doscientos y diez mil pesos. La iglesia, que es de piedras labradas, junto con la torre, y ocho o diez campanas que tiene, con la casa y patio del Padre, que son muy grandes, por servir a todo el pueblo en varios usos; y la casa de las recogidas, almacenes, graneros y capillas de fuera, decían que valía tanto como todo el pueblo, esto es, todas las 700 casas. De árboles de yerba del Paraguay, de que se contaban como cuarenta mil plantas en dos grandes planteles o yerbales, como allí dicen, que valuaban en cinco pesos cada árbol, por la parte que menos, pues decían que en otras partes cada olivo se vendía a diez pesos: y que a lo menos valía la mitad cada árbol de yerba, sacaban doscientos mil pesos. De los algodonales comunes y particulares que daban cinco o seis mil árboles de algodón al año: y de las huertas comunes de melocotones, que es propia tierra para ellos, y de otras frutas, sacaban crecidas sumas, que montaban por la parte que menos, setecientos mil pesos.
La iglesia del pueblo de San Miguel, en que trabajaron mil indios por diez años, de que ya se tocó algo, la valuó el ingeniero mayor del ejército y otros arquitectos en un millón de pesos: y el General portugués, luego que la vio, dijo que sólo los cimientos valían más que lo que el Rey de Castilla daba por todo el pueblo, eso es, los cuatro mil pesos: y todo esto era de los indios, que lo hicieron sin jornal alguno, con grandes sudores y fatigas.
Como perdía todo esto el pobre indio, y con la circunstancia muy agravante para ellos, de haberse de dar a los portugueses, que en lo antiguo les hicieron tantos daños, y en lo presente se los hacían también muy frecuentes, con continuos hurtos de sus ganados en las estancias, y con pendencias frecuentes, y aun muertes, por defender su hacienda, por lo que los tenían por enemigos: como consideraban esto, y hacían refleja de lo que les había costado; y ahora les obligaban a hacer de nuevo todo esto con nuevos sudores y trabajos, cosa tan sensible a su genio tan perezoso; y sobre todo se les mandaba dejar su patrio suelo, e ir a tierras muy distantes, que es lo que más siente el indio; no pudieron sufrir tan pesada obediencia: y así, aunque siempre nos habían obedecido en todo, excepto en algunas transmigraciones que en tiempos antiguos fue preciso hacer con algunos particulares pueblos; habiendo aquí mayores dificultades, no hicieron caso de nuestros esfuerzos, y aun algunos Padres corrieron riesgo de la vida, por instar mucho en esta transmigración.
Los españoles, sabiendo el respeto que nos tenían, juzgaron que si les mandábamos que se transmigrasen, obedecerían luego: y así, que el no hacerlo era señal de que nosotros los amotinábamos. Pero iban muy errados. Ya después que entraron en los pueblos, trataron con los indios, y vieron lo que se les mandaba, y lo que perdían, nos decían lo muy errados que habían andado: y que ellos mismos, si se les mandase lo que a los indios, resistirían hasta la última gota de su sangre; pero que como eran mandados en lo que hacían, no podían menos de proseguir en la ejecución del tratado. Mejor hicieran en obedecer en todo según las máximas del Evangelio en caso de mandarles lo que al indio: y de estas máximas, como SI QUIS AUFERT TIBI PALLIUM, PRAEBE EI ET TUNICAM, nos valíamos para que cedieran a lo que se les mandaba. Fue esto de tal manera, que después, tomando juramento jurídicamente el General D. Pedro Cevallos no sólo a los Corregidores, indios principales y caciques, sino también a sus oficiales que se habían hallado en las refriegas de los indios, que eran muchos, de lo que había habido en este punto, testificaron todos que los indios, no los Padres, habían sido la causa de la resistencia. Este testimonio tan autorizado lo envió a la Corte. No obstante, muchos están en que nosotros fuimos la causa de todos los males. Cuando se dé lugar a la luz, se descubrirá la verdad.
Finalmente, los indios, a fuerza de armas, fueron echados de los siete pueblos. Recibiéronlos los otros 23 de la banda occidental del río Uruguay. El General Portugués, que había venido a esta campaña auxiliando a los españoles, y estaba persuadido a que en aquellos siete pueblos había muchas riquezas, de manera que hay testigo muy autorizado que afirmó haberle oído decir antes de esta conquista, que los Padres para sus colegios sacaban cada año millón y medio de pesos de los 30 pueblos, viendo ahora por sus ojos el engaño, comenzó a mostrar disgusto del tratado: pareciéndole que de la Colonia, por vía de contrabando, sacaba Portugal más plata que la podía sacar de aquellos pueblos. El General español, que juzgaba que a España se le seguía mucho daño y mengua de aquel tratado: aunque como tan fiel, obedecía en lo que se le mandaba. Había también que sacar de los montes millares de indios que, por miedo del ejército, y por no dejar su país, se habían metido en ellos: y decía el portugués que mientras el español no sacaba a aquellos indios, y los conducía a la otra parte del Uruguay en los demás pueblos, no podía él poner en los siete del tratado, ya evacuados, las familias portuguesas, que para ello estaban prevenidas: porque los del monte con continuas irrupciones los irían destruyendo. El General español, D. Pedro Cevallos, envió varios destacamentos a sacar estos indios. Cada uno llevaba un Jesuita: y ya con el terror de las armas, ya con las persuasiones del Padre, sacó a todos, y los condujo al sitio destinado. En estas cosas se gastaron tres años: y en todo este tiempo estuve yo con el General en los pueblos de San Juan y San Miguel, como capellán y Misionero del ejército. Acabados de sacar los indios amontados, murió nuestro Rey D. Fernando VI y la Reina. Entró a reinar D. Carlos. Y teniendo por injusto el tratado, luego lo anuló, y mandó que los indios volviesen a sus casas, y se les resarciese todo lo que habían perdido. Volvieron, y no hallaron ganados ni cosa que comer: pero con la ayuda de los otros pueblos, fueron volviendo en sí: y cuando vino el arresto de los Misioneros, que fue por Agosto de 68, ya estaban con bastante lustre, aunque les faltaba mucho para llegar al primero. El mandato del Rey de que todo se les resarciese, no se ejecutó, como suele suceder con otros mandatos reales en tierras tan distantes: y no fue por incuria del General. Hecha esta disgresión, prosigamos con lo político y económico del pueblo.
Además de los bienes comunes de vacas, algodón, etc., hay otro muy particular y cuantioso, que es el de la yerba del Paraguay, que comúnmente llaman YERBA, sin más ádito. Hay en los montes de aquellas Misiones, y en los de la gobernación del Paraguay, por toda ella, unos árboles propios de aquel territorio, del tamaño de un naranjo, y de hoja parecida a él, que llaman ÁRBOL DE YERBA. Cógense las ramas no grandes de este árbol: chamúscanse a la llama: pónense en unos zarzos muy altos: y por debajo se les da humo toda una noche: después se muelen y se ensacan. Esta es la yerba tan usada en aquellas tierras entre ricos y pobres, libres y esclavos, como el pan y como el vino en España. Úsase lo mismo que el té o chá, como dicen los portugueses, tomado de los chinos. Caliéntase el agua: échase como un puñado de yerba en el MATE, que es la vasija en que se toma, y es de calabazo pintado, de figura de una canoa o pesebre, o de coco grande, que los ricos lo tienen guarnecido de plata, o de palo santo, madera muy medicinal; no de estaño, plata, ni barro: encima de la yerba se echa el agua caliente templada, no hirviendo, que así hace que amargue la yerba: y la gente de algún ser la echa azúcar, y aun agrio de naranja y pastillas de olor. La gente ordinaria sin cosa de estas. Hay dos modos de yerba (no digo especies): una que llaman CAAMINÍ, o yerba menuda: otra CAÁ IVIRÁ, o yerba de palos. La diferencia entre las dos sólo es que la yerba de palos, para molerla, la meten en un hoyo, barriendo con ella tierra y otras cosas que había debajo de los zarzos adonde la echaron después de ahumada, y no tapan el hoyo: allí la majan, cayendo y entreverándose con ella la tierra de los lados del hoyo: y no la ciernen en cribas, sino quitando los palos mayores, dejan en ella los menores. La CAAMINÍ, o menuda, se muele en canoas, o en hoyo bien dispuesto que no se le mezcle tierra: y se criba, dejándola sin palitos. Esta vale casi doblado que la otra. De ésta hacen los treinta pueblos. La otra de palos la hacen los españoles del Paraguay, y los indios de los diez pueblos que tienen allí.
Antiguamente iban nuestros indios a hacer esta yerba a los montes, distantes de los pueblos 50 ó 60 leguas: porque no había a menor distancia. Los siete de la banda oriental del Uruguay iban por tierra con carretas: los demás por los ríos Uruguay y Paraná en balsas hechas de canoas, río arriba, que no se cría río abajo: y no se podía ir por tierra por las sierras y montañas intermedias. Los de tierra volvían con sus carros cargados después de muchos meses. Y los de agua, después de hecha la yerba, la llevaban a hombros desde el sitio donde se cría hasta el río, que en partes estaba lejos como de tres o cuatro leguas.
Viendo los Padres tanta pérdida de tiempo fuera del pueblo, sin los socorros espirituales de él, y tanto trabajo de los pobres indios, se aplicaron a hacer yerbales en el pueblo como huertas de él. Costó mucho trabajo, porque la semilla que se traía no prendía. Es la semilla del tamaño de un grano de pimienta, con unos granitos dentro rodeados de goma. Finalmente, después de muchas pruebas se halló que aquellos granitos, limpios de aquella goma, nacían: y trasplantando las plantas muy tiernas del semillero bien estercolado a otro sitio, y dejándolas allí hacer recias, después se trasplantaban al yerbal, y regándolas dos o tres años, prendían y crecían bien: y después de ocho o diez años, se podía hacer yerba. Es planta muy delicada: y con toda esta industria y trabajo, se logra: y se han hecho yerbales tan grandes en casi todos los pueblos, que no es menester que los pobres indios vayan con tantos afanes a los montes. Es grande el empleo que los Padres ponen siempre en librar de trabajos a aquellos pobrecitos, en su conservación y alivio, que en todas las otras partes son perseguidos, afligidos y maltratados, y yendo en gran disminución, como lo testifican las historias de eclesiásticos y seglares, y ratifican los que caminan mucho por las provincias de la América, excepto en algunas de indios más capaces que se gobiernan por sí solos, de que habla el P. Gumilla en su bella Historia del Orinoco. Por lo que el Rey Felipe V, informado de ésto por medio de los Obispos en sus Visitas, y de los Gobernadores y Jueces, alabó mucho este cuidado en los Padres en la Cédula del año 43, punto 4.º (tiene 12 puntos) exhortándonos a que prosigamos en este negocio de lo temporal: y añade: "Ojalá que así se hiciera en los pueblos del Perú: que no se experimentaría en ellos tan mala versación de sus haciendas." Ya se ha visto el cuidado, celo y empeño que se puso en las vaquerías para la conservación de estos pobres. Los españoles viendo estos yerbales, han pretendido hacer lo mismo en sus casas y granjas para librarse del mucho consumo de mulas que hacían por sierras y montes, haciendo y trayendo yerba: y yo les he dado semilla y receta para que lo hagan: mas nunca lo consiguen, aun siendo las tierras del Paraguay más a propósito para esta planta que las de otros países.
Esta es la finca principal de los pueblos para comprar lo necesario de Buenos Aires, y para dar al pueblo. Envía el pueblo anualmente a Buenos Aires 400 arrobas de yerba con los indios del mismo pueblo en barcas por los ríos, a manos de un Padre Procurador de Misiones que allí hay. Otros a Santa Fe a otro Padre que también hay allí: aunque por de menor comercio a aquella ciudad, es poco frecuentada aquella Procuraduría. Vende el Procurador la yerba v. g. a 4 pesos la arroba, según los tiempos, poco más o menos: y con su valor compra lo que el Cura pide, que suele ser tela, y aderezos para la iglesia, cuchillos, tijeras, hachas, fierro en bruto para muchos usos de los herreros, (cuchillos, tijeras y hachas se ha experimentado que es más útil comprarlos que hacerlos en el pueblo) armas de fuego, abalorios, y dijes para sus fiestas, adornos, tela de paño, y otras especies, lienzos de lino para los altares, y otras mil cosas necesarias, que a sus tiempos con toda economía y equidad se reparten entre todos.
Hay orden del Rey de que no se vendan para Buenos Aires y Santa Fe más de doce mil arrobas de yerba entre los 30 pueblos, que tocan a 400 cada uno. Esta orden se dio a petición de los españoles del Paraguay, que son los únicos que tienen este comercio, y bajan a Buenos Aires como cincuenta mil arrobas cada año, por el río de su nombre y el Paraná. No se pueden bajar más que estas doce mil aunque se despreciase el orden (que nunca se desprecia alguno, aunque sea de mucho trabajo, antes bien se pone mucho cuidado cumplirlos), porque es preciso pasar la embarcación por dos o tres parajes que están llenos de guardas de confianza, que lo registran todo y dan su pasaporte. De esta yerba dice el papel de aquel Prelado que todos sabemos, que sacamos tantas riquezas, que de ellas enviamos cada año un millón de pesos a N. P. General. A tanto ha llegado en estos tiempos la ceguedad, sueños y delirios de personas, aun de la mayor santidad, a vista de tantos Gobernadores, Oficiales militares, guardas y otros mil particulares, que saben o ven lo contrario.
Siémbrase también en todos los pueblos tabaco para el común. De éste envían también algunos pueblos a las ciudades, que allí se usa mucho para fumar y mascar. Es muy común en estos dos usos entre la gente baja, y no pocos de distinción. Los indios no usan sino para mascar, que dicen les da así mucha fortaleza para el trabajo, especialmente en tiempo de frío. No se usa en polvo por las prohibiciones reales. El de polvo viene de España, y vale lo más barato a cuatro pesos libra. Todo lo que va de Europa es a este tenor: el quintal de fierro a 16 pesos (allí no hay sencillos): el paño, de Segovia a 8 pesos vara: el barril de vino de Andalucía de 4 arrobas o cántaras, o 32 frascos ordinarios, a 30 pesos: y así lo demás.
De todos los bienes de comunidad dichos, sólo salen de los pueblos el lienzo y algo de hilo para pábilos, la yerba y el tabaco: dejando lo necesario para el consumo de los vecinos. Los demás bienes quedan para el gasto, y para contratar unos con otros: porque en unos abunda el algodón, en otros escasea; de manera que con dificultad se coge lo necesario para el pueblo: y lo mismo sucede con el maíz y legumbres: y con los ganados: y acuden a tiempos varias plagas de gusano, langosta, etc. en algunas partes, dejando otras: por lo que hay mucha comunicación de unos con otros en compras y ventas. No corre dinero en esto. Y lo que es de maravillar, en toda la gobernación del Paraguay, ciudad de las Corrientes (aunque pertenece a la de Buenos Aires), ni en algunas otras ciudades de otras provincias. Todo se hace por trueques. En el Paraguay tiene la ciudad puesto precio fijo imaginario a las cosas: el algodón, la arroba a dos pesos: el tabaco en hoja, a seis: la arroba de yerba, a dos, las vacas, a seis, etc. Y así el que tiene mucha yerba, y nada de algodón, para comprarlo, se informa del que lo tiene, (que allí no hay tiendas, ni plazas de cosas vendibles), y ve si se lo quiere vender por yerba: y como ya saben los precios, sólo ajustan lo que corresponde a un género por otro. Los géneros de Europa, que llegan allá desde Buenos Aires están señalados por la ciudad a cuatro por uno, lo que costó en Buenos Aires uno allí se paga cuatro: y lo que costó 100 se paga 400: y así se hace comúnmente en todo.
A este modo, en nuestros pueblos están señalados los precios de todas las cosas: y cada Cura tiene su papel de ellos: y cuando le sobra algo, da lo que le sobre por lo que necesita. Y estos precios nunca se varían, haya carestía, o abundancia. Y los géneros que vienen de Buenos Aires, como están más cerca que del Paraguay, están señalados a 25 por 100 por los costes y peligros de la conducción. Y por esto, el Procurador envía lista del precio a que compró allá los géneros, porque aunque no se compran para revenderlos con lucro (que esto sería negociación prohibida a todo eclesiástico), sucede a veces estar sumamente necesitado un Cura de algodón para el vestuario de los indios, porque se lo destruyó el gusano (que aun más que la langosta arrasa): o de maíz, porque la seca en su territorio lo perdió: y entonces da lo que tenía en prevención aun para el adorno de la iglesia, para socorrer la mayor necesidad de sus indios. Con estos resguardos y órdenes que se cumplen al pie de la letra, se evita la demasiada solicitud y codicia que podía haber con inquietudes corporales. Todos estos tratos los hacen los Padres al modo que los hace un padre de familia en su casa, por no ser los indios capaces de ello.
Por la misma causa los indios no disponen las faenas, viajes por tierra y agua, y demás menesteres del común: ni su avío y matalotaje: que el indio no tiene talento para prevenir sustento más que para 4 ó 6 días, aunque tenga con que prevenirlo, y aunque sepa que el viaje ha de durar meses enteros. El Padre llama al Corregidor y Mayordomo, y conferencia con ellos cuántos indios son menester para tal tropa de carros, y para tal barco que es menester despachar para el bien del pueblo: cuántos bueyes, caballos, mulas, vacas, maíz, legumbres, yerba, y tabaco se necesitan para su sustento y guardar lo que lleven unos y otros. Escógelos el Corregidor, y vienen a la presencia del Padre. Este admite o desecha los que le parece. Ve si les falta vestuario, según la calidad del viaje y del tiempo de frío, lluvia, etc. Socórreles del vestuario del común: y así aviados en todo, caminan: y como saben esto, ningunos repugnan.
No se da sueldo, porque lo hacen para el común, tanto para ellos, como para los demás: y mientras éstos están en el viaje, los demás les están componiendo y haciendo su casa, labrando los maizales, y demás sementeras comunes para ellos y para todos: y para los particulares también, si acaso tardan mucho; y haciendo todo lo demás que sirve para ellos y para los que quedan. Sólo en caso de ser mayor trabajo el de los viajantes que el de los que quedan en el pueblo, o de haber hecho su viaje con especial cuidado y utilidad, se les remunera a la vuelta: y el premio suele ser rosarios, lienzo de listado (de que gustan mucho), cuchillos, espuelas, frenos, hachas y cuñas. El Corregidor y Mayordomo son a modo del Ministro y el Procurador en un colegio: y el Cura es como el Rector. El Compañero del Cura no cuida de estas cosas, sino de ayudar en lo espiritual. Asimismo los demás oficiales, y plateros, pintores, herreros, etc., no llevan sueldo por la misma causa: y están muy contentos con este gobierno, por ser el más propio para su genio, de manera que los hombres más prudentes y experimentados, que conocen el genio de este gentío, como son los señores Obispos en sus Visitas, los Gobernadores y Visitadores, han hecho en todos tiempos informes al Rey muy honoríficos de este concierto y economía: afirmando ser, atenta la capacidad de la gente, el más conforme al servicio de Dios, del Rey y de la República, como lo dice el mismo Felipe V en la Cédula citada de 43, apuntando en particular algunos de estos informes, exhortándonos, como se dijo, a proseguir en este gobierno. Y es de advertir que afirma S. M. que esta Cédula se hizo después de haber visto y reflexionado despacio y con toda atención en Junta particular de los más calificados ministros todos los papeles de los afectos y desafectos, enemigos y amigos de los Jesuitas, que se habían hecho en más de un siglo sobre este asunto, y enviado a la Corte: careando los acusadores con las defensas: sobre cuyo acuerdo se hicieron los doce puntos de ella. Y despachó con ella otra Cédula en que mandaba que en adelante, si se hiciese alguna acusación contra las Doctrinas del Paraguay, no se viese ni atendiese, sin leer primero esta Cédula de los doce puntos. Parece que no cabe mayor autoridad, verdad y certificación. No obstante, sucede lo que estamos experimentando.
Los que en la Línea divisoria venían por Demarcadores, y algunos otros del ejército, los cuales venían muy empeñados en la ejecución del tratado, diciendo era muy útil para España, y a quienes se habían prometido honoríficos ascensos en caso de efectuarse, decían que todo este gobierno era errado: que cada indio debía tener sus vacas lecheras y otra tropilla más, que comer, como hacen los españoles del campo: un yerbal por huerta: un tabacal: sus caballos y mulas: y hacer yerba y tabaco en abundancia, y venir los españoles a comerciar con ellos, y los Padres sólo enseñar la Doctrina cristiana. Qué más quisiéramos nosotros, que poder conseguir esto, por estar libres de tanto cuidado temporal. Muchas pruebas se han hecho para conseguir algo de esto en diversos tiempos: mas nada se ha podido alcanzar. Si estos indios fueran como los españoles, o como los indios del Perú y Méjico, que antes de la conquista vivían con gobierno de Reyes y leyes, con economía y concierto, con abundancia de víveres, adquiridos labrando sus tierras, en pueblos y ciudades: si fueran de esta raza, casta y calidad, se podía decir eso. Pero son muy diversos. Eran en su gentilismo fieras del campo como se ha dicho. La experiencia ha mostrado que el cultivo de 150 años, que ha que empezaron sus primeras conversiones, sólo ha podido conseguir el amansarlos y reducirlos a concierto, como se ha dicho, de que se admiran mucho los Obispos y otros, considerando lo que eran, teniendo por mucho lo que se ha hecho y conseguido de su brutalidad.
Decían más: que si los españoles estuvieran mezclados con los indios, dispensando en la ley que lo prohibe, tendrían más luces, entrarían en alguna codicia, lo agenciarían más bien, haciéndose a guardarlo. La ley se puso con mucha consideración, y después de mucha experiencia de lo que pasaba. Experimentose que los indios, aun los de mayor cultura, como los de Méjico y Perú, no adelantaban en la economía y puntos de hacienda por la comunicación con los Españoles, antes cada día eran más pobres sobre otros daños que se les seguían, y por eso se puso la ley de que el que no fuese indio, no tuviese domicilio en sus pueblos: y otra de que si pasaba alguno de paso por ellos, no se permitiese estar en ellos más de tres días: y la otra de que no se les permitiera andar por las casas de ellos.
Son muchos los indios, que se huyen a los pueblos de los españoles. Aunque no sea más que de ciento uno, como son cosa de cien mil, ya son un millar. Unos se huyen porque les castigan por no hacer suficiente sementera para su familia: otros, por matadores de bueyes y terneras, a que son muy aficionados, y no se pasa sin castigo, porque no se destruya el pueblo: otros por pecados de lujuria, y temen los azotes que hay señalados por ellos, porque para todo género de pecados hay castigo señalado, pero castigo paternal, no judicial y hay también fiscales, Alcaldes, Mayordomos, etc., que celan sobre ellos, que con dificultad se quedan sin castigo: y se huyen solos, sin su mujer, o con mujer ajena: y como saben que allá todos estos pecados los pueden hacer sin castigo, porque en estos desiertos, y más en las granjas y estancias de ganados, adonde ellos comúnmente huyen, los pueden ocultar mejor que en su pueblo: es ésta una tentación vehemente para los malignos. Y no es mucho que de cien haya uno de estos malignos: y quizás no se hallará cosa que en la República más culta se hallará, sin que por eso se tenga por defectuosa. De estos, unos vuelven; los más se quedan, y no saben vivir sino alquilándose por jornaleros. Les da su amo cinco o seis pesos cada mes, y de comer: que es el jornal de un peón ordinario: y para que cumpla, es menester que el amo esté sobre él. Pasado el mes, se va a jugar y emplear la paga en aguardiente, que se aficionan hasta embriagarse, cosa que jamás vieron en sus pueblos, donde no se hace este licor, ni viene de otra parte: y aquí luego lo aprenden. Ni aun se hace en sus pueblos vino que pueda embriagar: sino una como aloja, que llaman CHICHA, de maíz, que todos usan en lugar de vino: cuya maniobra, o BOQUIOBRA es mascar el maíz: y con la mascadura y sarro, echarlo en un barreñón de agua: y dejarlo allí dos o tres días hasta que se aceda algo: y entonces lo usan: si se deja algunas semanas, toma fuerza y embriaga: pero nuestros indios, aunque hacían esto en su gentilismo, y se embriagaban con él, nunca lo hacen después de cristianos. Quitose este vicio. Después de gastar el peón (así se llaman allí los jornaleros), sus cinco pesos, vuelve a alquilarse. Así pasan toda la vida, y no paran en un sitio. Unos días están en las estancias de Buenos Aires o en la ciudad: a poco tiempo se van a Santa Fe: luego de allí al Paraguay, distante 200 leguas: y andan vagueando y sin cuidado alguno de su bien espiritual.
Entre los españoles, ven bueno y malo: y más de esto; porque el indio no trata sino con la gente más soez: mulatos, mestizos, negros y esclavos: en quienes reinan más los vicios: no aprende cosa buena de lo que ve, e imita luego todo lo malo. Y así con los que vuelvan al pueblo, tenemos harto trabajo en quitarles las mañas que allí aprendieron, para que no inficionen a los demás. Y en algunos pueblos no los quieren admitir, por el daño que han experimentado que hacen con los vicios que traen: y aun suelen volver a huir con una o dos mozuelas, mujeres ajenas. Lo que la prudencia y solicitud real pretende, es que tengan alguna comunicación o comercio con los españoles, para que vivan con alguna hermandad como vasallos de un mismo Rey, sin odio ni extrañeza; pero no de modo que se sigan los daños insinuados y otros con la comunicación cuotidiana. La pretendida comunicación ya la tienen, y siempre han tenido en frecuentes viajes por agua, que hacen con sus haciendas, y por tierra a hacer edificios públicos, como fortalezas; a pelear en compañía de los españoles contra los portugueses e infieles. Cuatro veces han puesto sitio a la Colonia, yendo cada vez millares de ellos. Las tres la ganaron: y después por tratados de paz fue restituida. Más de cincuenta servicios de éstos se cuentan que han hecho con los españoles desde sus principios.
A los Demarcadores instruidos en los documentos dichos, que saben cómo se vive fuera del pueblo, les preguntábamos: qué adelantamiento se veía en él, después de 20 ó 30 años de habitar con los españoles, y ver su economía, solicitud y codicia por recoger y guardar hacienda, si habían visto indio alguno que supiese guardar cincuenta pesos, siendo así, que cualquier mulato o negro los adquiere y guarda con el trabajo de un año. Y respondían que ni diez. Con todo eso, quedan muchos con sus dictámenes. Es lo mismo que si dijéramos que era errada la administración de un tutor que cuida de dos o tres pupilos, y de la hacienda que les dejaron sus padres: que el pupilo ha de gobernar su hacienda, hacer tratos y contratos: y el tutor sólo ha de cuidad de enseñarle la doctrina y buenas costumbres. Todos, y ellos con todos, confiesan que el indio es un niño que no sabe cuidar de sí mismo; que es menester tratarle como a tal, y no de Usted, como a los niños: luego es menester gobernarle como a un niño.
Bien pudiera el indio hacer todo lo que dicen, y el Cura le ayudaría. Un Corregidor hubo en el pueblo de la Candelaria que plantó un yerbal en sus tierras. Hacía cada año dos tercios de yerba, que son unos zurrones de cuero de vaca, de siete arrobas, poco más o menos, que se acomodan bien en cargas. Llevaba sus dos tercios al Cura, al tiempo de despachar el barco con la hacienda del pueblo, lienzos, tabaco y yerba. Pedíale que despachase sus tercios a Buenos Aires, y que con el producto le hiciese traer lo que necesitaba para su casa: que suele ser bayeta, paño, cuchillos y abalorios. Señalaba el cura los dos tercios; advertía al P. Procurador de quién eran y para qué; decía puntualmente todo lo que el Corregidor pedía. Conocí uno que era Comisario de guerra en su pueblo, el cual plantó un cañaveral de caña dulce; hacía de él cada año tres o cuatro arrobas de azucar; llevábalas al Cura para que fuesen con la hacienda del pueblo, y le traían lo que pedía. Algunos años se iba con el barco, según iba señalado, y por medio del P. Procurador vendía y compraba. Y todos podían hacer lo que éstos hacían, y mucho más, y los Padres se alegrarían mucho de ello. Pero no hay caletre para eso. En treinta y ocho años que estuve, en dos veces, en los pueblos, no supe que otro hiciese otro tanto. Estos eran más capaces que los demás; pero entre muchos millares no se encuentra uno como ellos.
Un mulato, a quien traté mucho, siendo mozo, se casó con una cacica, cuyo cacicazgo había perdido la línea varonil: que es cosa que no sé que haya sucedido otra vez, porque las indias nunca se casan sino con los indios. Admitiosele en el pueblo para cuidar de sus vasallos. Sabía leer y escribir; portábase bien, y así casi siempre fue Mayordomo de la casa de los Padres, que es serlo de todo el pueblo; y los Padres de los demás pueblos le llamaban para visitar estancias, y otros encargos de monta, valiéndose de él como de un hermano Coadjutor. Este, en un ángulo de la estancia de su pueblo, tenía su manada de vacas para su casa, y caballos, y mulas, y los guardaba muy bien. Hizo su tabacal y cañaveral, y el tabaco y el azúcar que de ellos hacía, lo enviaba a Buenos Aires del modo que hacían los dos que acabamos de decir, dejando lo necesario para su casa. Otras veces lo vendía al hermano Coadjutor que tenía el Superior de todos los Misioneros para cuidar de proveerlos de vestuario y todo lo necesario. Y de esta manera andaba muy abastecido de todo. Era de la capacidad, economía y honra de un español de mediano entendimiento. Su Cura y los demás Padres le ayudaban para que así se portase. Todo esto veían los indios, y ninguno le imitaba. En las Misiones que estaban a cargo nuestro en Méjico y en el Perú, no cuidaban los Padres Misioneros de esta suerte de lo temporal, porque aquellos indios son de mayor capacidad y economía, y no necesitan de tanto para su conservación y para que vivan como cristianos. Ni en la misma provincia del Paraguay se hacía esto con todos los indios, porque en la nación de los Pampas de Buenos Aires, donde yo estuve muchas veces, viendo los primeros Padres que los convirtieron que sabían buscar por sí el mantenimiento temporal sin mucho cuidado de los Misioneros, y que guardaban lo que adquirían sin desperdiciarlo, y que en los tratillos de sus cosas con los españoles no se dejaban engañar, les dejaban gobernar por sí mismos. Y eran Padres que habían sido Curas de las Misiones de nuestro asunto. Los religiosos de San Francisco que tienen a su cargo cuatro pueblos de la Gobernación del Paraguay, y dos en la de las Corrientes, con ser que es más impropio de ellos manejar hacienda, hacer tratos y contratos, etc., por la rígida pobreza de su Instituto; cuidan de lo temporal de sus indios del mismo modo que nosotros, por ser aquellos indios de la misma calidad. Y en otro pueblecillo que tienen en la jurisdicción de Santa Fe de la nación Calchaquí, no cuidan de ese modo: porque son indios más próvidos. Luego yerran los señores Demarcadores Reales en sus dictámenes contra el sentir de señores Obispos, Gobernadores, Visitadores y de los mismos Reyes, que se guían por la experiencia. Los hijos del mulato que dijimos (vivió muchos años, ya murió) salieron más capaces y económicos que los demás indios, pero no tanto como su padre; y así vemos que sucede en otras generaciones. Cásase una india de las huidas a los españoles con un indio de su nación. Aunque vivan los hijos y los nietos de la huida con los españoles, no salen de su cortedad, incuria y falta de habilidad para lo temporal. Cásase con un español, que tal cual vez sucede, porque se enredó con ella, y quiere salir de aquel mal estado sin dejarla. Sus hijos salen más hábiles, por lo que participan de su padre; los nietos salen mejores y los biznietos no se distinguen de los demás españoles. Este era el único remedio para que estos indios se pudiesen portar del modo que quieren nuestros Demarcadores. Pero tiene el español por tan vil y bajo al indio, que antes se casará con una bastarda, con una mulata, con una negra que con una india. Yerran mucho en su dictamen los españoles, porque el indio es tan libre como el español; y por lo que toca a la sangre, no tienen impedimento para oficio alguno político ni aun económico. Pero el bastardo, el mulato, el negro, son viles por sangre, e incapaces de esos oficios. Pero como los ven unos pobrecitos en su porte, no hay sacarlos de su error. El indio, pues, no tiene a su mandar sino el producto de su sementera, y algunas gallinas, a que son algo aplicados, y el poco lienzo que sacó su mujer de su particular hilado. Todo lo demás está de común y a disposición del Cura. El Corregidor, Alcaldes, etc., a nadie castigan ni envían a viajar ni faena, sin orden del Cura: y no más.
Todos los indios de 18 años hasta 50 pagan su tributo al Rey, excepto los caciques, sus primogénitos, el Corregidor (que no es siempre cacique), y doce que exceptúa el Rey para el servicio de la iglesia, huerta de los Padres y demás oficios domésticos. El tributo es sólo de un peso, por no haber sido estos indios conquistados con armas, sino con sólo la cruz. No pagan sisas ni alcabalas, cosas que pagan los españoles, aunque no pagan tributo. Pagan también diezmos, aunque no los paguen otros indios de más crecido tributo. Se compusieron con el Rey en que fuesen cien pesos por cada pueblo, fuese grande o chico. En toda la América, los diezmos son del Rey por concesión pontificia, con obligación de dar renta a los eclesiásticos, como se hace. Todos los órdenes Reales comunes o particulares, se cumplen al pie de la letra en estos pueblos, ya los que están en las leyes de Indias, ya los que están en las Cédulas, aunque no se cumplan entre los españoles; como es el no sacar aguardiente de miel de caña dulce: que aunque lo sacan los españoles del Paraguay y Corrientes, donde se hace la azúcar, y a los jueces de residencia dan por razón que no tienen otro licor para vino; con todo eso, no se saca en los pueblos aunque es harto necesario para remedio de frialdades, para los indios, que padecen mucho de eso. Hácese algo de duraznos y otras frutas, de que no hay prohibición; pero de caña se podía hacer con mucha mayor facilidad y abundancia.
Más se pudiera decir sobre el título de este capítulo; pero va tan largo que no juzgué llegase a la mitad; y así vamos a otro. No hablé del Rey Nicolás cuanto traté de la línea divisoria, porque ya se descubrió ser todo una pura patraña, como una novela o sueño. El indio Nicolao, después de haberse atribuido a un Jesuita, con los delirios de la moneda de oro, etc., fue después mi feligrés en el pueblo de la Concepción.